martes, 20 de octubre de 2009

La situación económica de España, ¿peor que la de los españoles?

El Publiscopio sobre coyuntura económica que ayer presentaba el diario PÚBLICO nos sirve para reflexionar sobre una interesante cuestión que afecta en muchas ocasiones a los estudios demoscópicos sobre opinión pública y que podemos formular así: ¿estos estudios miden estados de opinión o más bien estados de ánimo? Atendamos a lo que dice el estudio:

A pesar de que la situación económica personal de la mayoría de los ciudadanos sigue estable (incluso aumentan los que dicen haber mejorado en el último año, a la vez que disminuyen los que dicen haber empeorado), su percepción de la situación general del país va de mal en peor, lo que ayudaría a explicar la fuerte caída del consumo y el incremento generalizado de las tasas de ahorro de las familias.
En sólo tres meses, desde julio, el porcentaje de españoles que define la situación económica como "muy mala" ha subido nada menos que nueve puntos porcentuales, hasta situarse en el 34,6%. O lo que es lo mismo, una de cada tres de las 4.002 personas encuestadas ve la botella muy vacía. Es cierto que, a la vez, el número de los que escogieron la respuesta de que la situación económica de España es actualmente "bastante mala" se redujo un 3,8%, pero aun así, la suma de los que la definen como "bastante mala" y "muy mala" ha crecido un 5% y alcanza ya el 73% de los encuestados, siendo un 10% más de los que opinaban así hace un año
.

A la vez que aumentan quienes aseguran que su situación económica personal mejora, también crece el número de los que definen la situación económica del país como "muy mala". ¿Cómo puede ser peor la situación económica para España que para los españoles?



En diciembre de 2006 ya abordamos esta misma paradoja, referida en aquella ocasión a la cuestión de la inmigración, en un trabajo elaborado para el Observatorio Vasco de Inmigración IKUSPEGI. En aquella ocasión, lo que nos llamaba la atención era la distancia existente entre la percepción de la inmigración como un "problema personal" o como un "problema para España", con diferencias en algún momento de hasta 41 puntos porcentuales entre ambos términos.


Es, por resumirlo de alguna manera, como si nos encontráramos ante un problema que es grave para España, pero que no lo es o no lo es tanto para cada una y cada uno de los ciudadanos del Estado.



Es interesante plantearse en qué medida las opiniones sobre la inmigración están actuando al modo de visiones de la realidad que funcionan de manera autónoma con respecto a los datos que ésta nos suministra. Como explica magistralmente Thomas Sowell, las visiones de la realidad se caracterizan, precisamente, porque se mantienen incluso en contra de los datos y a pesar de que los datos las nieguen. Según este autor las visiones son premisas, conjuntos articulados de creencias acerca del mundo, las personas, la sociedad. Son supuestos implícitos de los que necesariamente se derivan conclusiones distintas y enfrentadas sobre una amplia gama de problemas. Las visiones son, sobre todo, una forma de causación: son la base a partir de la cual se buscan los "por qué" de las cosas.


¿Cabe descubrir este mismo mecanismo causal en la base de las opiniones
sobre la inmigración expresadas en los barómetros del CIS?

Nos planteamos en qué medida las opiniones son previas o son puntos de partida apriorísticos desde donde se buscan los datos que las confirman y, por el contrario, en raras ocasiones se recorre el camino en sentido inverso: opinar tras detenerse a obtener datos de realidad.


Puede que la inmigración extranjera sea un problema objetivo para una parte exigua de la población española, básicamente para la que puede ver a los inmigrantes como competidores reales en términos socioestructurales y laborales, pero en cambio es mencionada por un porcentaje muy numeroso de los españoles, porque no debemos olvidar que la opinión es la mayoría de las veces autónoma, cuando no independiente, del conocimiento y hasta de la experiencia personal.

En este sentido, los resultados de la primera pregunta son seguramente
consecuencia de una lógica que funciona como sigue: "Si la gente dice que la inmigración es un problema, digo yo que lo será. Para mí no, pero si la gente lo dice, por algo será". Además esto es pensado por muchos y simultáneamente. Esta lógica, aplicable a cualquier otro aspecto de la realidad que se aborde o mencione, genera una bola de nieve que desfigura sus perfiles reales.

Lo preocupante es que si, como señala Noelle-Neumann, la opinión pública puede ser entendida como "expresión de algo considerado aceptable", acaso podamos estar asistiendo a la conformación de un estado de opinión sobre la inmigración extranjera, que define ésta como problema grave, y que cada vez se percibe más como aceptable por la ciudadanía. Una opinión, en definitiva, legitimada, que acaba dándose por supuesta. Una verdad social, relativamente independiente de las opiniones o hasta de las experiencias personales.



viernes, 16 de octubre de 2009

Cuando un exceso de orden provoca el caos

«Si todos cumplimos las normas, Bilbao se convierte en un caos»
Un vecino desafía a la autoridad respetando el límite de velocidad. Una patrulla le paró por ir a 25 por hora en el Campo Volantín, un tramo de 30
Paco de la Fuente va a contracorriente. Cuando lo normal es que los conductores se jueguen cuantiosas multas por apretar en exceso el acelerador, él circula 'pisando huevos' a propósito. Es su forma de protestar. «Desde principios de este mes he decidido respetar todos los límites de velocidad, como no tengo prisa...». Este autónomo bilbaíno quiere demostrar que «si todos cumplimos las normas, Bilbao sería un caos» [...] «La cosa funciona porque la gente no cumple las normas», afirma convencido. En otra ocasión, también en el Campo Volantín, le adelantó «una niña en bici por el bide-gorri», sonríe. [EL CORREO]


El bilbaíno Paco de la Fuente se ha convertido, sin quererlo, en un perfecto ejemplo andante -o mejor, rodante- de lo que la perspectiva de la complejidad nos viene advirtiendo desde hace ya mucho tiempo: que la ordenada y ordenadora mirada sobre los fenómenos sociales característica de las sociologías clásicas debe complementarse y en ocasiones corregirse por una nueva mirada sociológica abierta a las paradojas de un mundo social muchas veces definido más por lo que ya no es que por lo que de hecho sea. Lo señalaba Georges Balandier en 1988:
"El paradigma orden/desorden es a la vez nuevo (por sus representaciones en las ciencias actuales) y muy antiguo (por sus representaciones en la filosofía occidental en su comienzo). Concuerda con una ciencia que debe ahora mantenerse en los límites de lo parcial y lo provisorio, de una representación del mundo fragmentada, y en el movimiento general de las sociedades y las culturas contemporáneas, a menudo presentado bajo los aspectos de un caos en devenir" [El desorden, Gedisa, 1993].

Años antes, en un ensayo titulado "Lo ingobernable" [recogido en Migajas políticas, Anagrama, 1984] el ensayista Hans Magnus Enzensberger fabula sobre las consecuencias de un encuentro entre un alto responsable político y un científico especializado en lo que se conoce, en términos generales, como ciencias de la complejidad. La preocupación del responsable político es formulada en los siguientes términos: ¿por qué en el terreno de la acción política resulta inalcanzable todo objetivo digno de mención?; ¿o por qué, en el mejor de los casos, cuando uno se aproxima al objetivo planteado, este acaba transformándose hasta quedar, en muchos casos, irreconocible? En definitiva: ¿por qué resulta imposible controlar totalmente los procesos de intervención política, estableciendo una adecuada relación entre objetivos previstos, medios propuestos y resultados logrados?
La respuesta del científico es la que cabe esperar de una persona que se mueva en el paradigma de la complejidad. Las sociedades humanas, en particular las sociedades más desarrolladas, son sistemas hipercríticos, hipercomplejos, caóticos. En este tipo de sistemas, caracterizados por un flujo energético o informativo creciente, es inevitable la presencia de turbulencias incontroladas, generadas con independencia de la conducta de los elementos aislados que lo componen. Quien siga aproximándose a esta realidad desde una perspectiva tradicional, ajena a la complejidad, tenderá a pensar que tales turbulencias son debidas, bien a la presencia de saboteadores, bien a la ausencia de una planificación adecuada. Su respuesta a las turbulencias será la de tratar de perfeccionar los mecanismos de control. En otras palabras, volcará nuevos flujos de información, con lo que aumentará aún más la complejidad del sistema, lo que en definitiva tendrá como resultado un caos todavía mayor.

Con el fin de ilustrar su planteamiento, el científico pone, precisamente, el ejemplo de la circulación de vehículos en una gran ciudad. Paradójicamente, la estricta observancia del código de la circulación supondría un absoluto caos. Un altísimo porcentaje de los casos de aparcamiento o parada de un vehículo son ilegales. Y, aunque sin duda generan molestias y problemas, sólo estas pequeñas infracciones hacen posible el flujo continuo de vehículos, de muchos más vehículos que espacios de aparcamiento existen. De ahí su provocadora conclusión: “La anarquía evita el caos”. La huelga de celo, es decir, la aplicación literal de las normas que caracterizan una determinada actividad laboral, es un ejemplo evidente de esto. Ahora bien: “Un sistema hipercomplejo es al fin y al cabo un sistema y no un montón de basura. Esto significa que ha de derrumbarse necesariamente en el momento en que saque de él los elementos que lo estructuran, aun cuando esos elementos no puedan imponerse jamás íntegramente”.
Un cierto grado de anarquía evita el caos, siempre que esa anarquía no comprometa la viabilidad de los elementos que estructuran el sistema. Aquí estriba la tensión en la gestión de los sistemas complejos: en la capacidad de permitir fugas de orden que, a la manera de las sangrías o las pequeñas hemorragias, reequilibran el sistema, sin poner en riesgo su existencia.

miércoles, 14 de octubre de 2009

El Antiguo Régimen, de nuevo

Sarkozy funda dinastía política
El segundo hijo del presidente francés, todavía estudiante, se postula para dirigir una multimillonaria agencia estatal [EL CORREO].

«Lo que cuenta en Francia no es nacer en una familia adinerada, sino haber trabajado duro y haber probado tu valor mediante tus estudios y tu labor» [Sarkozy].
¿Seguro?

Si pensamos en cuáles son las variables que mejor pueden explicar las probabilidades de que hoy alguien disfrute de una exitosa inserción laboral, junto a muchas variables intervinientes (tales como el sexo o el nivel de formación, que influyen, pero no modifican la relación de causalidad), encontraremos dos variables independientes fundamentales: a) el año de nacimiento; y b) la inclusión en un entramado de redes familiares y sociales potente.
¿Por qué dar importancia al año de nacimiento? Recordemos lo que señalaba en un interesante reportaje sobre los denominados mileuristas Luis Garrido, catedrático de Sociología de la UNED:

"Cuando yo, que nací en 1956, estudiaba, sólo el 10% de los jóvenes, la inmensa mayoría chicos, conseguía una licenciatura universitaria. Esta claro que ese 10% copó los puestos de élite de esta generación, la del 68, que arrasó. Y que mis coetáneos vimos que estudiando en la Universidad se llegaba lejos y se lo transmitió a sus hijos.
A partir de los ochenta, el porcentaje de estudiantes universitarios se multiplicó, sobrepasando el 30% y sumando a las mujeres, que se incorporaron de forma masiva. Se produjo un vuelco educativo tremendo, incomparable a cualquier otro país europeo. Y no ha habido puestos buenos para todos. Por mucho que queramos, no hay. Y se ha creado número indeterminado de jóvenes frustrados, con una larga trayectoria estudiantil, que no ha rendido, que no ha ganado lo suficiente".[1]

Nada de lo que en estos momentos se dice sobre las vías para acceder al empleo puede aplicarse a los carreras laborales de quienes hemos nacido antes de 1965 y hemos desarrollado toda nuestra vida laboral bajo la norma social del empleo estable. Por eso deberíamos guardarnos mucho de dar según qué consejos a los jóvenes.
¿Y las redes? Refiriéndose al caso de los Estados Unidos, Paul Krugman denuncia la creciente consolidación en ese país de un fenómeno alarmante: “el regreso a la posición social heredada”.[2] Frente al mito ampliamente extendido de la movilidad social norteamericana (eso de que un humilde portero puede llegar a ser presidente de los Estados Unidos), resulta que ese país se caracteriza por tener una distribución de rentas más estática a lo largo de las generaciones y, por lo tanto, menos oportunidades para progresar, que ningún otro país desarrollado. Las fortunas conseguidas muchos años atrás (“a partir de la explotación o el robo de terceros” apuntilla Krugman) siguen siendo fundamentales para explicar una estructura social enormemente desigual. A la vez que la vía fundamental para la movilidad social ascendente –un buen sistema educativo de acceso universal- ha ido deteriorándose, las posibilidades para la transmisión de privilegios no ha hecho más que reforzarse. ¿Cómo? Mediante la derogación del impuesto de sucesiones, por ejemplo. O mediante redes de influencia, enchufe y cooptación que acaban por configurar auténticas castas económicas, políticas y hasta culturales, en las que los hijos afortunados heredan la posición social de sus padres, más allá de toda prueba de capacidad o mérito. Como señala Krugman:

"Hace treinta años, el ejecutivo jefe de una gran compañía era un burócrata con un buen sueldo, pero no un rico auténtico. No podía legar a sus herederos ni su posición ni una gran fortuna. Los imperiales ejecutivos jefe de hoy, por el contrario, dejarán grandes herencias tras de sí y, además, a menudo también están en situación de conseguirles a sus hijos algún empleo lucrativo".

De ahí la fina ironía con la que Krugman resume su planteamiento: “Estados Unidos es, como todos sabemos, la tierra de las oportunidades. El éxito de una persona depende de su propia capacidad y de su empuje, no de lo que fue su padre. No tiene más que preguntárselo a los hermanos Bush”. En definitiva, “las tendencias políticas, sociales y económicas otorgarán a lo hijos de los que hoy son ricos una inmensa ventaja sobre los que han elegido mal a sus padres”.
Class matters, “la clase importa”, y mucho. Lo demuestra un excelente trabajo de investigación impulsado en 2005 por The New York Times.[3] Como en los tiempos en los que la herencia constituía el hecho dominante en las vidas de las personas, las posiciones sociales vuelven a ser posesiones.[4] Las más preciadas posesiones. ¿Qué queda, en estas circunstancias, del discurso igualitario, central en nuestras sociedades democráticas?

[1] JIMÉNEZ, A. La generación de los mil euros. El País, suplemento Domingo, 23/10/2005.
[2] KRUGMAN, Paul. El gran engaño. Barcelona: Crítica, 2004.
[3] CORRESPONDENTS OF THE NEW YORK TIMES. Class Matters. New York: Henry Holt.
[4] SENNETT, Richard. The Culture of the New Capitalism. New Haven & London: Yale University Press, 2006.

jueves, 8 de octubre de 2009

martes, 6 de octubre de 2009

Defina "anormalidad"

La UE prepara un programa para detectar en Internet "conductas anormales" [EL PAÍS].
Se trata del proyecto Indect, dirigido a crear un programa que permita "detectar automáticamente" en la Red "amenazas, conductas anormales o violencia" en el marco de la lucha contra el cibercrimen y el terrorismo. Para ello, "arañas inteligentes" rastrearán páginas web, foros de discusión, redes P2P y "sistemas informáticos individuales".
Más allá de las preocupantes resonancias orwellianas de un proyecto así, sorprende la facilidad con la que se habla de "detectar -o incluso 'hallar'- conductas anormales". Como si estas fueran evidentes. Tanto que bastaría con un programa informático para detectarlas.

Michel Foucault inicia su obra Las palabras y las cosas citando un curioso texto del escritor argentino Borges en el que habla de cierta enciclopedia china donde aparece una extraña clasifica­ción de los animales: "Los animales se divi­den en a) pertenecien­tes al Emperador, b) embalsamados, c) amaestrados, d) lechones, e) sirenas, f) fabulosos, g) perros sueltos, h) incluidos en esta clasificación, i) que se agitan como locos, j) inumerables, k) dibujados con un pincel finísi­mo de pelo de camello, l) etcétera, m) que acaban de romper el jarrón, n) que de lejos parecen moscas".
Describir así la realidad de los animales puede parecernos divertida, curiosa, absurda, pero, en cualquier caso, nos resultará irreal. Y sin embargo habría que preguntarse: ¿por qué ha de ser menos aceptable esta descripción de la realidad que otras? Paul Watzlawick nos ayuda a pensar esta cuestión:
Si barajamos un paquete de naipes y tras la operación las cartas aparecen rigurosamen­te ordenadas según los cuatro palos y de as a rey, sin un solo fallo, nos parecerá que hay demasiado orden para ser creíble. Si ahora un profesor de estadística nos explica que este orden tiene tantas probabilidades como otro cualquiera, es casi seguro que al principio no le entenderemos, hasta que caigamos en la cuenta de que, efectivamen­te, cualquier orden (o desorden) producido al barajar las cartas es tan probable (o improbable) como otro cualquiera. La única razón por la que el orden mencionado en primer lugar nos parece tan extraordinario es que, por motivos que no tienen nada que ver con la probabilidad, sino que dependen sólo de nuestra definición de orden, hemos atribuido a este resultado una significación, importancia y preeminencia exclusivas y hemos arrojado al cesto todos los demás como desordenados y fortuitos.
Ojo, pues, con nuestras consideraciones sobre lo que es "ordenado" o "desordenado", "normal" o "extraño". En la mayoría de las ocasiones, incons­cientemente, estamos tomando por atributos o propiedades de la realidad objetiva lo que no es sino nuestra definición de la realidad.


Decía Aristóteles que "pensar depende del sujeto mismo, de su voluntad, mientras que percibir no depende de él". Aristóteles tenía una concepción especular del conocimiento y la percepción, convencido de que nuestra percepción de la realidad actúa como un espejo, que no hace otra cosa que reflejar lo que existe. De este modo, lo que la persona perci­be es lo que realmente existe: "vemos" la realidad. Todos somos en la práctica bastante aristotéli­cos, y acostumbramos a funcionar desde la creencia en ese carácter especular de la percepción. Pero hemos la cosa no está nada clara: a) porque una misma realidad puede ser percibida de for­mas opuestas; b) porque pueden darse definiciones de la realidad falsas que, sin embargo, provoquen comportamientos cuyas conse­cuencias sean las mismas que si tales definiciones hubie­ran sido verdaderas (Teorema de Thomas).
Aún así, es posible que sigamos manteniendo que "la realidad es real", aunque su conocimiento o percepción pueda ser desvir­tuado por causas diversas: falta de datos, prejui­cios, malos entendi­dos, etc.
El psicólogo social Jean Stoetzel nos llama la atención sobre un hecho importante: "Nosotros no tenemos ninguna con­ciencia de los factores culturales de nuestros comporta­mientos y, especial­mente, en nuestros comportamientos perceptivos, porque estamos sumergi­dos en nuestra propia cultura". En efecto, la realidad que percibimos es la que nos rodea, y ésta nos parece la realidad. Vemos lo que hay porque está ahí, y lo vemos tal y como es. Sin embargo, Stoetzel recoge algunos estudios etnológicos que hacen tambalearse nuestra convicción:
La experiencia etnológica permite constatar que, puestos en presencia de estímulos que "físicamente" parecen idén­ticos, los individuos que pertenecen a diversos grupos culturales tienen comportamientos percepti­vos diferentes. Esto es lo que aparece en primer lugar muy claramente en el campo de los colores. Un viajero en Africa negra com­prueba inmedia­tamente, en el mismo lugar, que etnias diferentes no hacen las mismas distinciones de los colo­res; algunas no distin­guen entre los colores "claros" (rojo, naranja, amarillo), otras confunden los colores "oscuros" y "fuertes" (verde, castaño, negro). Un autor que ha reunido documentos perte­necientes a unas sesenta tribus americanas, concluye que los sistemas de colores por los cuales es conceptuali­zado el mundo visual y que sirven, por consiguien­te, de instru­mentos para la percep­ción en las diferentes culturas, no deben nada a la psi­cología, a la fisiología, ni a la anatomía; no existe, por cierto, una división "natural" del espectro. Cada cultura ha tomado la gama de colores del espectro y la ha dividido en unidades sobre una base totalmente arbitra­ria, variable de una cultura a otra.
Algo aparentemente "tan natural" como es el hecho de "ver los colores", resulta que no lo es tanto.
Como nos recuerda Ralph Linton, es muy probable que lo último que descubriría un habitante de las profundidades del mar fuera, precisamente, el agua. Los seres humanos, habitantes de las profundidades de un mar llamado cultura, a menudo no somos conscientes de vivir rodeados de elementos culturales -por tanto, no naturales-, empezando por nuestro lenguaje y continuando por nuestros valores, hasta llegar a nuestras instituciones e instrumentos.
Nos parece "lo más natural del mundo" vivir como vivimos, comer lo que comemos, hablar como hablamos. Si no conocieramos la existencia de otros modos de vida, de otras costumbres, de otros idiomas, ni se nos pasaría por la cabeza pensar en la posibilidad de vivir de manera distinta a la nuestra. E incluso cuando conocemos otras culturas, nuestra primera reacción suele ser la de verlas como "extrañas" (por contraposición a la nuestra, que inconscientemen­te consideramos "normal"), cuando no cómo "inferiores". Con resultados como estos, permanente a pesar del transcurso de los siglos:

El 12 de octubre de 1492, Cristobal Colón escribió en su diario que él quería llevarse algunos indios a España para que aprendan a hablar ("que deprendan fablar"). Cinco siglos después, el 12 de octubre de 1989, en una corte de justicia de los Estados Unidos un indio mixteco fue considerado retardado mental ("mentally retarded") porque no hablaba correctamente la lengua castellana. Ladislao Pastrana, mexicano de Oaxaca, bracero ilegal en los campos de California, iba a ser encerrado de por vida en un asilo público. Pastrana no se entendía con la intérprete española y el psicólogo diagnosticó un claro déficit intelectual. Finalmente, los antropólogos aclararon la situación: Pastrana se expresaba perfectamente en su lengua, la lengua mixteca, que hablan los indios herederos de una cultura que tiene más de dos mil años de antigüedad.
Pocas experiencias hay tan fascinantes como la de salir de nuestra realidad cultural y entrar en contacto con otras, sea al nivel que sea: salir de un pequeño pueblo y entrar en contacto con la cultura urbana; viajar a un país extranjero; entrar en contacto con personas que tienen credos o ideologías distintas; etc. Tales experiencias son como contemplar el valle en cuyo fondo hemos pasado nuestra vida desde la altura de las montañas que lo circundan; vemos las cosas de otra forma, desde otra perspectiva: probablemente, con una cierta humildad, con la sensación de que "lo nuestro" no es, como antes nos parecía, el centro del Universo.
Pero pocas experiencias, también, pueden ser tan terribles como ésta. Como enseguida veremos, los seres humanos ansiamos la seguridad, la estabilidad. Esta ansia se ve radicalmente amenazada por la simple existencia de otras realidades. "El otro -dice Gevaert- se impone por sí mismo, irrumpe en mi existencia (...) Ni siquiera tiene necesidad de formular explícita­mente la petición de reconoci­miento: su misma presencia es ya exigencia de reconocimiento, llamada que se me dirige, apelación a mi responsabilidad. Por eso mismo mi existencia es inevitablemente una aceptación o una repulsa del otro". Pues igual ocurre a nivel social: existen otras religiones y ya no podemos afirmar la nuestra desde el dogmatismo; existen otras formas de vivir la sexualidad y ya no podemos mantener comportamientos homofóbicos; ... Descubrimos que también nosotros y nosotras, con nuestras creencias y formas de vida, somos otros y otras para muchas personas, lo que supone un indudable elemento de inseguridad.
Y ahora, inteligente araña rastreadora: defina "conducta anormal".