sábado, 26 de diciembre de 2009

Liberté, égalité, identité


El periódico Libération ha publicado un manifiesto impulsado por SOS Racisme y suscrito en su lanzamiento por una cincuentena de relevantes políticos, artistas, académicos e intelectuales en el que se reclama poner fin al debate sobre la identidad nacional lanzado hace un mes por el ministro de Inmigración e Identidad Nacional, Eric Besson.

El texto, titulado Arrêtez ce débat, Monsieur le Président! (¡Pare este debate, Señor Presidente!) considera que la iniciativa, más allá de sus propósitos explicitados, "lejos de reforzar la adhesión a los valores de la República, es un factor de odio y desunión".

Los debates sobre la identidad nacional, advierten los firmantes del manifiesto, están poniendo de manifiesto una realidad "inquietante y nauseabunda", cual es la conversión de una buena parte de los foros de debate en "espacio de liberación de una palabra racista, pronta a volver a poner en cuestión, de manera insidiosa o explícita, la legitimidad de la presencia sobre el suelo nacional de categorías enteras de la población".

1. La construcción de la identidad personal sólo puede entenderse como parte de una más amplia tarea de construcción y diferenciación de identidades colectivas. El problema del yo es, siempre, el problema del nosotros tanto como el problema del otro. La cuestión que nos debe preocupar no es, pues, la de la existencia de procesos colectivos de identificación, pues estos son consecuencia inevitable de la naturaleza social del ser humano: no hay yo posible sin un nosotros de referencia. La cuestión es si la mejor manera de procurar la necesaria identificación colectiva, hábitat de significado imprescindible para la construcción de la identidad personal, es la identidad estatonacional. Dicho de otra manera: la cuestión estriba en saber si no hay otra manera de garantizar la identificación colectiva y la razonable seguridad que hagan posible la construcción de una identidad personal que no sea mediante la afirmación nacional.

2. La pregunta por la identidad –“Y tú, ¿quién eres?”- se ha resuelto históricamente gracias al valor de uso de una ciudadanía articulada sobre dos fundamentos relacionados entre sí: la pertenencia a una comunidad nacional y la inserción en una sociedad de productores-consumidores. Decir soy español o francés, tanto como decir soy tornero o profesor, ha sido decirse y darse un lugar en el mundo. Un decirse con sentido. La identidad moderna se ha ido articulando, conflictivamente, en torno a la progresiva consolidación de Estados y de mercados nacionales. Nos centraremos en la primera de esas fuentes del yo.

3. En el momento en que, tras una historia de inestabilidad y de violencia, este proceso de nacionalización de las identidades parecía haber alcanzado un punto de fructífero equilibrio –tras la Segunda Guerra Mundial y la eclosión de Estados-nación asociada a los procesos de descolonización- basado en la realización del sueño westfaliano de un orden internacional fundado en la constitución de un número amplio pero limitado de naciones viables autodeterminadas embarcadas en un mismo proceso de modernización económica, el sueño de la razón estatonacional comenzó a producir sus monstruos. Y lo que surgió como institucionalización del universalismo (el proyecto de una Humanidad reconciliada, coexistiendo en paz y en seguridad en una serie de Estados-nación internamente estables y exteriormente reconocidos), esa constelación nacional formada por el Estado territorial, la nación y una economía circunscrita a unas fronteras nacionales, comenzó a manifestar sus disfuncionalidades.

4. La primera y fundamental de ellas: su imposible universalización. El Estado-nación ha pretendido generalizar una forma de vinculación social y de protección de los derechos humanos dependiente de la delimitación de un territorio nacional. No es extraño, en estas circunstancias, que la delimitación de un territorio nacional sea la aspiración universal de todos aquellos que se sienten amenazados. “Toda frontera tiene que ver con la inseguridad y con la necesidad de seguridad” (Magris). Pero el derecho de autodeterminación, es decir, el reconocimiento normativo, no meramente fáctico, de que todo pueblo que así lo desee debe convertirse en Estado, se ha manifestado como una pretensión insostenible en un mundo de sociedades multiculturales y multinacionales. La estatonacionalización de la política no sólo ha dejado de cumplir su función unificadora y pacificadora, sino que se ha convertido en foco permanente de conflictos étnicos.

5. Escribe Mary Douglas en Pureza y peligro: “Todos los márgenes son peligrosos. Si se los inclina hacia un lado o hacia otro, se altera la forma de la experiencia fundamental. Cualquier estructura de ideas es vulnerable en sus márgenes”. No sólo las ideas. La estructura misma de la existencia individual y social se vuelve vulnerable cuando los márgenes se tornan porosos o elásticos. Una frontera clara es la mejor manera de des-problematizar la pregunta por la identidad, al menos para la mayoría. Soy como estos, somos los de aquí, los de esta parte, los de dentro. Y, sobre todo, debemos cuidar de nosotros mismos, pues nadie más lo hará. Para ello, es fundamental definir con claridad absoluta los límites del nosotros. De ahí la defensa, muchas veces feroz, de un territorio culturalmente homogéneo, puro, a salvo de la contaminación de lo extraño. No es casualidad, en efecto, que hablemos de limpieza étnica para referirnos a las terribles matanzas que durante toda la última década del siglo XX han ensangrentado el mundo.

6. El sueño de la pureza es el sueño del orden natural de las cosas. Es la aspiración a construir un orden definitivo, eliminando de una vez y de raíz todo aquello que introduce o sostiene la amenaza a nuestras seguridades: la incertidumbre, el azar, el conflicto, la división. De ahí la respuesta identitaria basada en la nacionalitarización, articulada a partir de dos movimientos complementarios: a) hacia dentro, imaginar una falsa homogeneidad; b) hacia fuera, construir una no menos falsa heterogeneidad irreductible. La afirmación de la solidaridad comunitaria -reivindicada o añorada- basada en una identidad común, no deja de ser una falsificación de la experiencia: por una parte, la imagen de la comunidad se purifica de todo lo que podría transmitir un sentimiento de diferenciación sobre quiénes somos “nosotros”; por otra, la afirmación de la insalvable diferencia del extraño exige su reducción, una simplificación que la haga manejable.

7. Pero existe una relación directamente proporcional entre la intensidad del deseo de alcanzar la pureza y la capacidad de señalar elementos de impureza en la realidad, realidades impuras caracterizadas como obstáculos a superar en el camino para lograr el ideal de coherencia. Al igual que ocurre con la anorexia -tal vez la más moderna de las enfermedades, hasta el punto de que sólo puede existir en sociedades altamente modernizadas-, quien aspira al ideal de pureza nunca tiene suficiente. Cuanto más fuertemente aspiramos a la coherencia, en mayor medida descubrimos signos de incoherencia. Cuanto más ordenamos, más desorden descubrimos. Cuanto más limpiamos, más suciedad encontramos. La mirada de la pureza sobre la realidad no cesa de descubrir elementos que no encajan en su ideal. Por eso, de la pureza a la limpieza (étnica) no hay más que un paso.

8. La limpieza étnica, la eliminación del diferente, sólo es posible sobre las ruinas de la comunidad de aceptación mutua. La eliminación del otro exige un ambicioso y complejo programa de des-vinculación y, consecuentemente, de des-responsabilización. Y es que la preocupación ética nunca va más allá de la comunidad de aceptación mutua en que surge. La mirada ética no alcanza más allá del borde del mundo social en que surge. Nos constituimos en personas morales cuando nos reconocemos como parte de un entramado de vinculaciones que nos comprometen con otras personas a las que consideramos con-lo que sea: conciudadanos, convecinos, compañeros, compatriotas... La preocupación ética, la preocupación por las consecuencias que nuestras acciones (y nuestras omisiones) tienen sobre otras personas, es un fenómeno que tiene que ver con la aceptación de esas otras personas como legítimos otros para la convivencia. Sólo si aceptamos al otro, este es visible y tiene presencia. Todo ver es un mirar. Sólo vemos aquello que miramos. Sólo es visible aquello que previamente reconocemos como digno de ser reconocido. Y ser reconocido es dejar de ser extraño pues, como ya hemos dicho, el extraño es aquel que no encaja en nuestro mapa del mundo. De ahí la trágica compatibilidad entre la solidaridad y la exclusión, incluso en sus formas más bárbaras. La más férrea solidaridad con el intragrupo y su conservación puede coincidir y hasta impulsar la confrontación brutal con el exogrupo y su eliminación.

9. En definitiva, cuando las identidades colectivas se configuran en derredor del miedo, los conflictos identitarios adquieren la peligrosa naturaleza de una alianza de neuróticos, en la que cada parte en conflicto tiende a incrementar, consciente o inconscientemente, sobre los temores de la otra. “En contraste con los conflictos acerca de distribuciones y oportunidades económicas, donde existe una importancia primordial de la cooperación para conseguir objetivos comunes, los conflictos étnicos (los cuales implican dolor y sentimientos de tipo psicológico además de intereses materiales) pueden ser altamente destructivos. Así, la existencia de temores difusos respecto de la supervivencia de las culturas de los grupos o de su existencia física, o respecto de la posibilidad de descender en la escala social y dejar de ser respetados, son difícilmente negociables” (Rothchild y Hartzell). Su abordaje, no hablemos ya de su solución, se vuelve imposible pues, como señala Finkielkraut, “mientras que las convicciones se argumentan, las identidades se afirman y son irrefutables”.

10. Pero, después de lo que hemos visto, ¿puede una perspectiva que desde sus mismos fundamentos divide y enfrenta hacer otra cosa que no sea fortalecer los elementos de ruptura y exclusión asociados a la afirmación identitaria, en detrimento de aquellos otros elementos, también presentes en la conformación de las identidades individuales y colectivas, que permitirían establecer conexiones y generar puntos de encuentro? Frente a esta perspectiva esencialista, hay que admitir que cultura y sociedad no están tan estrechamente ligadas como afirma el nacionalismo, y que por ello es posible la vida en común entre personas y grupos de diferentes culturas en un mismo espacio territorial y bajo un mismo marco político.

11. Como denuncia Amin Maalouf, cuando nos preguntan qué somos están suponiendo que “en lo profundo” de cada persona hay una sola pertenencia de la que fluye nuestra esencia, una pertenencia inmutable en sus fundamentos y a la que nos debemos, que puede ser traicionada pero nunca modificada. Y cuando desde esta perspectiva se nos incita a que afirmemos nuestra identidad, lo que se nos está diciendo es que reduzcamos al máximo la compleja trama de pertenencias y referencias que nos constituye como individuos únicos con capacidad de construir un complicado universo de vinculaciones. En realidad somos un haz de pertenencias entrelazadas, no siempre coherentes. Todos los seres humanos poseemos una identidad compuesta: basta con que nos hagamos algunas preguntas para que afloren fracturas y ramificaciones. Es entonces cuando nos descubrimos como seres complejos, únicos, irreemplazables. Hasta tal punto es así que sólo es posible hablar de la identidad colectiva como hipóstasis, a costa de sobredimensionar una de esas pertenencias, que es generalizada como la pertenencia a un conjunto de individuos, ahogando todas aquellas otras pertenencias que confieren identidad personal. “Igual que otros hacen examen de conciencia –continua diciendo Maalouf-, yo a veces me veo haciendo lo que podríamos llamar examen de identidad. No trato con ello de encontrar en mí una pertenencia esencial en la que pudiera reconocerme, así que adopto la actitud contraria: rebusco en mi memoria para que aflore el mayor número posible de componentes de mi identidad, los agrupo y hago la lista, sin renegar a ninguno de ellos”. Si así lo hacemos nos descubrimos cercanos a muchos lejanos, distantes de muchos cercanos. Pero, para ello, es preciso abandonar la tentación taxonómica, superar la mente discontinua, desarrollar una perspectiva holística, compleja, atenta siempre a descubrir, entre quienes estamos unidos, aquello que nos separa, y entre quienes estamos separados, aquello que nos une.

12. Si aceptamos que “la esencia de las sociedades pluralistas radica en sus divisiones entrelazadas” (Baumann), es preciso reconocer y aceptar la transformación procesual de la noción de identidad que tiene lugar en las sociedades modernas, transformación que pone en cuestión las propias bases semánticas del concepto. ¿Identidades? Hablemos, mejor, de identificaciones. Toda sociedad compleja es, por eso mismo, una sociedad plural, pues en su seno aparecen y se desarrollan diversas formas de diferenciación social. Sin embargo, una sociedad plural no es, por eso mismo, una sociedad pluralista. El pluralismo se caracteriza por la coexistencia dentro de una misma sociedad de grupos diferenciados en un clima de paz ciudadana. Hablamos de coexistencia, es decir, de un determinado grado de interacción social, no de simple yuxtaposición. Son muchas las sociedades en las que la ausencia de violencia entre sus diversos grupos sociales se sostiene, precisamente, en la ausencia de interacción entre ellos. Esta ausencia de interacción está basada en la construcción de barreras a las relaciones sociales, barreras del precepto erigidas para proteger al grupo de las consecuencias del pluralismo. ¿Cuáles son estas consecuencias? La mezcla de estilos de vida, de valores y de creencias, la contaminación mutua. El pluralismo presupone la existencia de múltiples asociaciones voluntarias e inclusivas, es decir, abiertas a la posibilidad de afiliaciones múltiples. De ahí que el pluralismo sólo puede darse en sociedades donde los vecinos no encuentran barreras que los separen, pudiendo de este modo establecer todo tipo de asociaciones recíprocas.

13. Para ello es preciso descubrir y señalar, allá donde otros pretendan naturalizar unas supuestas diferencias, divisiones relacionadas. En definitiva: buscar las semejanzas allí donde otros pretenden levantar muros de separación; señalar las diferencias allí donde otros pretenden definir unidades supuestamente naturales. Sabernos, en definitiva, estructuralmente mestizos y nunca acabados del todo; más iguales a los diferentes de lo que en principio pensamos, y más diferentes a los supuestos iguales de lo que imaginamos. Descubrir la “excepcional normalidad de vivir juntos” (Warschawski).

14. Pero no podemos olvidarnos del inicio de nuestra reflexión: la relación entre frontera y amenaza. Pretender eliminar las fronteras sin reducir las amenazas que las impulsaron y aún hoy las sostienen es proponer un brindis al sol. Solemos ser muy exigentes con los movimientos nacionalistas que, en nombre de las pequeñas naciones, reclaman su lugar en el mundo: “Las pequeñas naciones son seres que no tienen razón de ser. No tienen plaza en el tren de la historia, e incluso, si quieren subirse a él, quienes ya tenían derecho a hacerlo, los que contaban con un billete en regla, llaman escandalizados al revisor para que inmediatamente las haga bajar” (Finkielkraut). Desconfiamos de tales movimientos, y lo hacemos con razón, pues en demasiadas ocasiones han sido bárbaro ejemplo. Pero corresponde a las grandes naciones demostrar, con hechos, la utilidad marginal decreciente de las fronteras. En definitiva, hacer posible la idea de que para vivir sólo necesitamos, en realidad, un lugar habitable”.

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